Sorprendidos, desde su mirador, asistimos maravillados a la subida de la marea. Absortos, vemos como en pocos minutos el mar se adentra en la tierra, inundándola; como el agua se desliza cubriendo unas ?playas? embarradas y cómo centímetro a centímetro la fuerza poderosa del mar se acerca hasta los mismos pies del monte sobre el que se levanta majestuosa la Abadía de San Miguel.
Nuestra mirada se pierde en aquel mar Atlántico, que en breves minutos ha convertido un inmenso llano de color marrón, en un azul intenso y profundo, y así, nuestra mente recuerda ese momento en que pusimos el pie por primera vez en Normandía.
Normandía… su nombre evoca muchos recuerdos y colores; por un lado, mar y azules; por otro lado, bosques y verdes; pero también ciudades medievales, y cómo no, aquel día de triste recuerdo que tenemos presente en nuestra mente por tantas películas que hablaron sobre el desembarco durante la Segunda Guerra Mundial en las playas de Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Y tras viajar en nuestras retinas, por sus costas, por Honfleur o por Caen, recordamos ese mágico momento en que con nuestro coche enfilamos la Gran Vía, la única carretera que conecta al Mont Saint Michel con el continente.
Allí al volante del coche, vemos aparecer, como si se tratara de un espejismo, entre la neblina la silueta fantasmal de la gran roca, coronada por la abadía benedictina de San Miguel. Y poco a poco, esa imagen casi fantasmal, se va perfilando para deleitarnos con su belleza y con su imponente elegancia. Rodeados de riadas de peregrinos que acuden al monasterio, finalmente llegamos a las puertas de la ciudadela. Y entonces, la primera fascinación, se transforma en admiración.
Su Historia y Leyenda:
… y desde aquel mirador, viajamos en el tiempo, a aquéllos siglos en que allí no había más que una gran masa rocosa que se alzaba entre los límites de Normandía y Bretaña. El Monte Tumba, así se le llamaba allá por el siglo IV, cuando el bosque de Scissy ocupaba toda la zona. Aquél lugar ya era por aquél entonces un lugar de peregrinación y de ermitaños. Cuenta la leyenda que San Auberto, que era obispo de Avranches, una ciudad cercana al Mont Saint Michel, recibió una noche la visita del Arcángel San Miguel, quien tocándole en la frente, le introdujo la idea de la construcción de una Abadía en aquel monte, dedicado a su nombre.
Corría el año 708. Piedra a piedra, se levantó aquel inmenso Santuario sobre la roca, y en poco tiempo a su alrededor se fueron estableciendo los peregrinos, conformando la actual ciudadela que la rodea. Sin embargo, apenas un año después, en el 709, un gran cataclismo hizo que el mar se adentrara en tierra e inundara toda la zona, dejando aislado el Mont Saint Michel.
Desde entonces, el monte se ha convertido en una auténtica fortaleza, pues ese fenómeno de las mareas se repite dos veces diariamente, dejando a la ciudadela y su Abadía unida a tierra solamente por su carretera. Dicen que es tal la velocidad a la que suben las mareas, que el agua atraparía con facilidad a un caballo al galope… por eso, con cada subida del mar, las campanas del Monte, avisan con suficiente antelación, pues se ha convertido en casi una tradición o una curiosidad turística, el observar esa subida del mar a ras de orilla.
Muchas leyendas han corrido desde su construcción en el 708; desde aquel día en que supuestamente el mar atrapó en su huida a una mujer embarazada, y ésta reapareció andando por la orilla y con su niño en los brazos, cuando el mar volvió a apartarse; hasta los que creen tener visiones de enfrentamientos mitológicos sobre el propio monte entre las fuerzas del mal y el Arcángel San Miguel.
La Ciudadela
Sobre una isla de 900 metros de circunferencia y 80 de alto, lo primero con lo que nos encontramos es con el pequeño pueblo que rodea a la Abadía. No hay nada más agradable que callejear por la muralla, y no sólo ir admirando el paisaje que desde ella se tiene, sino también disfrutar con las numerosas tiendas de souvenirs que hay en el pueblo. Y es que este pequeño pueblito vive de eso; del turismo; de los peregrinos. Son varias las callejas empinadas las que suben hacia el Monasterio; y en todas podremos comprar los típicos recuerdos, y sobre todo la clásica figura de san Miguel. Por lo demás, poco hay que ver en el pueblo, salvo quizás la Iglesia de St. Pierre, un pequeño edificio de los siglos XV-XVI.
La Abadía
El conjunto monástico comprende la iglesia abacial (la que en cualquier foto se puede ver en lo más alto del Monte), la abadía románica, al oeste, y la Mervell al norte, donde se encuentra el famoso claustro, construidos por los monjes benedictinos en el siglo XIII. A ella se accede desde varios senderos, a cual más lleno de gente que suben bien por admirarla, bien por orar entre sus muros; senderos que serpenteantes y empinados llegan hasta las mismas escaleras de acceso, las que nos abrirán paso hacia su nave de estilo románico…
… y tras descender nuevamente hasta los mismos pies del monte, donde la marea inunda sus tierras, nos volvemos para echarle una nueva mirada, y grabar en nuestras retinas su imagen mágica…
«Peregrino, siembra tu sueño
a mis pies, en mi orilla
allí donde el mar se hace dueño
aquí donde mi luna brilla…»